Si hemos vivido antes, ¿Por qué no recordamos?
La mente subconsciente recuerda efectivamente sus pasadas experiencias, pero hay muy buenas razones para que la mente consciente se vea privada de ese dudoso privilegio.
Imagina que eres un alma que va a regresar a la Tierra, pero todavía no lo ha hecho.
Piensa que eres un buzo, que está sentado en la cubierta de un barco que flota en las aguas del Caribe. El sol brilla. El agua está transparente, en calma, el cielo despejado, solo sopla una leve brisa. Debajo, en algún punto, se halla un viejo galeón hundido, del que se dice que estaba cargado de lingotes de oro cuando naufragó.
Incluso, eres capaz de detectar el oscuro esqueleto de las escasas maderas que quedan, aun cuando la mayor parte del precio está enterrada en el barro. Lo que no puedes ver desde la cubierta del barco son las corrientes que se entrecruzan a esa profundidad, son demasiado profundas para perturbar las tranquilas aguas de la superficie.
Como vas a pasar mucho tiempo bajo el agua, te pones una antigua escafandra de lona, unas botas con plomo, e introduces la cabeza en una especie de casco de cobre. Unas ventanitas ovaladas limitan tu campo visual. Al pasar por la borda, te parece que tu cuerpo pesa una tonelada. El dulce y soporífero ozono que respirabas pierde todo su encanto cuando es bombeado dentro de la escafandra por un tubo.
No obstante, tan pronto como desapareces de la superficie de las aguas, te adaptas a tu falta de peso y te vas hundiendo cómodamente hasta el fondo del mar. Todo está muy claro: tu éxito es una inevitable consecuencia. Solo hará falta llegar al fondo del océano, caminar directamente hasta el pecio, localizar el tesoro, desenterrarlo, y luego hacer la señal convenida para que te saquen a la superficie. La única cosa que no se ha tenido en cuenta es la volubilidad del mar.
En cuanto tus pies tocan el fondo del mar, empiezas a luchar contra una fuerte corriente. Te opones a ella con todo tu peso y empiezas a aproximarte al barco hundido, pero la fuerza de la corriente, que te empuja en una y otra dirección, dobla el peso muerto de la incómoda escafandra que llevas puesta. Vamos a pensar que este traje es el cuerpo físico donde habita el alma mientras permanece en la Tierra.
Todo va bien mientras las corrientes son favorables, la luz es la adecuada, y tu controlas la situación. Pero la luz que se filtra puede verse atenuada repentinamente por las nubes que pasan por delante del sol, y el fondo del océano tornarse lóbrego y gris.
La continua resistencia de las corrientes que se entrecruzan comienza a fatigarte, empiezan a dolerte los músculos. Lo que prometía ser una tarea sencilla y gratificante, cuando te hallabas a salvo en la cubierta del barco, se ha convertido ahora en una labor complicada y decepcionante. Las cosas no mejoran con la aparición de un par de hambrientos de doce pies de largo, que se esconden amenazadores en las proximidades.
Al llegar al pecio, la cuerda de salvamento y el tubo del aire se enredan en las retorcidas vigas del barco hundido. Tratas de desenredarlo. El oxígeno te llega con dificultad. Te empieza a faltar el aire. También empiezas a preguntarte qué diablos haces allí abajo, y si un tesoro, por grande que sea, merece semejante sufrimiento. Tratas de recordar el mapa que estudiaste tan cuidadosamente cuando te hallabas en la cubierta. Allí se veía con mucha claridad en qué parte del barco estaba el tesoro. Ahora ya no estás muy seguro de cuál es la popa.
Empiezas a experimentar lo que Thoreau describe como una “callada desesperación”. El tiempo parece detenerse. Te da la impresión de que permaneces en el fondo del mar, enfundado en tu pesada escafandra, desde el principio de los tiempos, y que seguirás allí eternamente.
La vida que normalmente hacías a bordo, pasa a ser un sueño irreal, algo que tú no has experimentado personalmente. Las voces que te llegan por el tubo se toman igualmente inhumanas e irreales.
La única realidad es la batalla que estás librando para no ser arrastrado de aquí para allá por las corrientes. Además, no les quitas el ojo a los tiburones que dibujan círculos muy despacio, y parecen acercarse imperceptiblemente. Tanto los miras que te queda poco tiempo para orientarte y centrarte en tu misión primitiva. Al final, eres presa del agotamiento y la claustrofobia.
Tan derrotado te sientes que casi no puedes hacer la seña a los hombres que hay arriba para que te saquen a la superficie.
Mientras vas subiendo, padeces unos tremendos dolores abdominales provocados por la reducción de la presión, y cuando finalmente te suben a bordo y te libras de la agobiante escafandra, estás más muerto que vivo.
Mientras te recuperas, tumbado boca arriba y respirando aire fresco, el recuerdo de esas horas interminables que has pasado allí abajo se convierte, a su vez, en un confuso sueño.
La irrealidad es ahora el tiempo que pasaste en el fondo del océano y la realidad la cubierta del barco y la seguridad que te proporcionan los que te rodean.
La acción de recordar ha experimentado una inversión.
Algo parecido sucede con el alma. Esta entra en el mundo de los vivos con demasiada frecuencia, con demasiada confianza y en cambio, retoma a su estado original, tras la muerte, con muy poca confianza, habiendo olvidado que esos mundos separados coexisten y que el uno es tan real como el otro.
– Edgar Cayce (sobre la Reencarnación, casos reales plenamente documentados de re-nacimientos que te ayudarán a alcanzar todo potencial de tu yo interior)