Editorial: Proceso de turbación
En el Espiritismo, a la muerte la denominamos “desencarnación”
Después de la muerte del cuerpo carnal, el Espíritu pasa por una etapa de confusión en su nuevo estado.
Esta situación se llama “turbación” y va cesando gradualmente, variando en términos de tiempo de acuerdo con el nivel evolutivo del Espíritu.
Aquellos en quienes el proceso de muerte es más breve, son los que identificaron en la vida con el futuro de las existencias, el mundo invisible que los rodea, y logran comprender de inmediato su situación.
La turbación presenta circunstancias particulares, de acuerdo con el carácter de cada individuo, y sobre todo, según el tipo de muerte que experimenta. En las muertes violentas, producidas por ejemplo por suicidio o accidentes, el espíritu en principio se encuentra sorprendido, asombrado, y no cree haber muerto. Aunque ese estado lo sostenga con terquedad, ve su cuerpo, sabe que ese cuerpo es el suyo, y no comprende que se haya separado de él, se acerca a las personas que ama, les habla, y no comprende por qué ellas no le oyen.
Esa ilusión dura hasta que el desprendimiento del Periespíritu: (envoltorio fluídico que rodea al espíritu) se ha consumado. Ósea, se ha desprendido del cuerpo. Es ahí que el espíritu se recobra y comprende que ya no forma parte de los vivientes.
Digamos entonces que sorprendido de improviso por la muerte, el espíritu está aturdido por el brusco cambio que sucedió.
El problema surge cuando consideramos a la muerte como sinónimo de destrucción.
Para él la muerte sigue siendo sinónimo de destrucción. Cómo piensa, ve, y entiende, cree que no está muerto. Lo que aumenta su ilusión es que se ve dueño de un cuerpo similar al anterior, por su forma pero su naturaleza, de la cual todavía no tuvo tiempo de visualizar, es más etérea.
Lo cree sólido y compacto como lo era el primero, y cuando toma conciencia de esto se sorprende por no poder palpar su cuerpo.
Este fenómeno es similar al de los sonámbulos que no creen estar dormidos.
Para ellos el sueño es sinónimo de suspensión de las facultades, y como piensan libremente y ven, en su mente no se encuentran dormidos.
Algunos espíritus presentan esta particularidad, aun cuando la muerte no los haya sorprendido de forma imprevista.Pero sigue siendo una particularidad más general en aquellos, que aunque estuvieran enfermos, no pensaban que morirían.
Se puede observar entonces, en algunas ocasiones, al espíritu que asiste a su funeral como si se tratara de un extraño y hablando de él como una cosa que no le concierne, hasta el momento en que comprende la verdad.
La turbación que viene después de la muerte no tiene nada de doloroso para la persona que trabajó su crecimiento espiritual.
Es tranquila y similar en todo a la que acompaña a un despertar en paz.
En cambio, para quienes cuya conciencia no es pura, está llena de ansiedad, y de angustias, que aumentan a medida que va comprendiendo su situación.
Caso: ¿EN QUÉ SENTIDO SE DEBE ENTENDER LA VIDA ETERNA?
Pregunta 153
El Libro de los Espíritus
Es la vida del Espíritu, el cual es eterno.
La del cuerpo, en cambio, es transitoria, pasajera.
Cuando el cuerpo muere, el alma regresa a la vida eterna.
Me gustaría hablar sobre la vida antes de morir, ¿qué es lo que sucede cuando el cuerpo está enfermo y sabe que le queda poco tiempo en esta experiencia terrenal?
Sucede que los pacientes no solo saben que se están muriendo, también saben cuándo va a pasar y lo expresan por medio del lenguaje verbal y no verbal.
Por ejemplo Beth, que era una mujer bellísima interna y externamente. Tenía 40 años cuando se enteró de que padecía cáncer.
Había sido modelo en Nueva York, su aspecto era impecable y el cáncer significaba una intromisión desbastadora. No solo por los efectos fatales de la enfermedad sino también por el efecto externo que había tenido sobre ella.
Beth se las arregló para quedarse en su casa todo el tiempo que pudo, cuidando de su propio entorno y de su medicación, sin tener que recurrir a una enfermera.
Durante sus últimos 3 meses ya había dejado de comer regularmente. Hasta que dos semanas antes de morir decidió ingresar al hospital.
Beth demostró que cuando un ser humano tiene la valentía de enfrentarse a su propia finitud y abordar resueltamente esa profunda agonía, ese cuestionamiento, ese vértigo y dolor, regresa convertido en una persona nueva. Comienza a conversar con un ser superior y se abre a una nueva existencia.
Los pacientes con enfermedades terminales suelen volverse poetas, inesperadamente su creatividad se desarrolla mucho más allá de lo que su educación les permitía.
Este proceso se manifestaba con Beth, a través de algunos de los pensamientos que demuestran el nuevo ser que surgió en ella. Creía que son los verdaderos sentimientos los que se comparten y no las palabras.
La causa de la increíble creatividad que brota de pronto en pacientes como Beth, está en los numerosos dones ocultos que todos llevamos dentro, dones relegados demasiado a menudo en función de la lucha diaria materialista y negativa en que invertimos la mayor parte de nuestra energía vital.
Es una vez que logramos juntar el valor necesario para pasar del miedo, la vergüenza, la culpa y el negativismo, que se despierta en nosotros un espíritu mucho más libre y creativo.
Cuando a Beth se le hincho el abdomen, como si estuviera embarazada, no empezó a lamentarse por no haber tenido hijos. Eligió un vestido amplio y colorido, se sujetó el pelo con un gran lazo y realzó sus rasgos con un poco de maquillaje.
Jamás tuvo que sentirse avergonzada o culpable por haber querido jugar el final de su vida al juego de satisfacer otras necesidades que no fueran las propias.
Sabía que existe una vida después de la muerte. Solía hablar de sus experiencia
A medida que su propia muerte se acercaba, comenzó a hablar también con su padre.
Adelanto: Si hemos vivido antes, ¿Por qué no recordamos?
La mente subconsciente recuerda efectivamente sus pasadas experiencias, pero hay muy buenas razones para que la mente consciente se vea privada de ese dudoso privilegio.
Imagina que eres un alma que va a regresar a la Tierra, pero todavía no lo ha hecho.
Piensa que eres un buzo, que está sentado en la cubierta de un barco que flota en las aguas del Caribe. El sol brilla. El agua está transparente, en calma, el cielo despejado, solo sopla una leve brisa. Debajo, en algún punto, se halla un viejo galeón hundido, del que se dice que estaba cargado de lingotes de oro cuando naufragó.
Incluso, eres capaz de detectar el oscuro esqueleto de las escasas maderas que quedan, aun cuando la mayor parte del precio está enterrada en el barro. Lo que no puedes ver desde la cubierta del barco son las corrientes que se entrecruzan a esa profundidad, son demasiado profundas para perturbar las tranquilas aguas de la superficie.
Como vas a pasar mucho tiempo bajo el agua, te pones una antigua escafandra de lona, unas botas con plomo, e introduces la cabeza en una especie de casco de cobre. Unas ventanitas ovaladas limitan tu campo visual. Al pasar por la borda, te parece que tu cuerpo pesa una tonelada. El dulce y soporífero ozono que respirabas pierde todo su encanto cuando es bombeado dentro de la escafandra por un tubo.
No obstante, tan pronto como desapareces de la superficie de las aguas, te adaptas a tu falta de peso y te vas hundiendo cómodamente hasta el fondo del mar. Todo está muy claro: tu éxito es una inevitable consecuencia. Solo hará falta llegar al fondo del océano, caminar directamente hasta el pecio, localizar el tesoro, desenterrarlo, y luego hacer la señal convenida para que te saquen a la superficie. La única cosa que no se ha tenido en cuenta es la volubilidad del mar.
En cuanto tus pies tocan el fondo del mar, empiezas a luchar contra una fuerte corriente. Te opones a ella con todo tu peso y empiezas a aproximarte al barco hundido, pero la fuerza de la corriente, que te empuja en una y otra dirección, dobla el peso muerto de la incómoda escafandra que llevas puesta. Vamos a pensar que este traje es el cuerpo físico donde habita el alma mientras permanece en la Tierra.
Todo va bien mientras las corrientes son favorables, la luz es la adecuada, y tu controlas la situación. Pero la luz que se filtra puede verse atenuada repentinamente por las nubes que pasan por delante del sol, y el fondo del océano tornarse lóbrego y gris.
La continua resistencia de las corrientes que se entrecruzan comienza a fatigarte, empiezan a dolerte los músculos. Lo que prometía ser una tarea sencilla y gratificante, cuando te hallabas a salvo en la cubierta del barco, se ha convertido ahora en una labor complicada y decepcionante. Las cosas no mejoran con la aparición de un par de hambrientos de doce pies de largo, que se esconden amenazadores en las proximidades.
Al llegar al pecio, la cuerda de salvamento y el tubo del aire se enredan en las retorcidas vigas del barco hundido. Tratas de desenredarlo. El oxígeno te llega con dificultad. Te empieza a faltar el aire. También empiezas a preguntarte qué diablos haces allí abajo, y si un tesoro, por grande que sea, merece semejante sufrimiento. Tratas de recordar el mapa que estudiaste tan cuidadosamente cuando te hallabas en la cubierta. Allí se veía con mucha claridad en qué parte del barco estaba el tesoro. Ahora ya no estás muy seguro de cuál es la popa.
Empiezas a experimentar lo que Thoreau describe como una “callada desesperación”. El tiempo parece detenerse. Te da la impresión de que permaneces en el fondo del mar, enfundado en tu pesada escafandra, desde el principio de los tiempos, y que seguirás allí eternamente.
La vida que normalmente hacías a bordo, pasa a ser un sueño irreal, algo que tú no has experimentado personalmente. Las voces que te llegan por el tubo se toman igualmente inhumanas e irreales.
La única realidad es la batalla que estás librando para no ser arrastrado de aquí para allá por las corrientes. Además, no les quitas el ojo a los tiburones que dibujan círculos muy despacio, y parecen acercarse imperceptiblemente. Tanto los miras que te queda poco tiempo para orientarte y centrarte en tu misión primitiva. Al final, eres presa del agotamiento y la claustrofobia.
Tan derrotado te sientes que casi no puedes hacer la seña a los hombres que hay arriba para que te saquen a la superficie.
Mientras vas subiendo, padeces unos tremendos dolores abdominales provocados por la reducción de la presión, y cuando finalmente te suben a bordo y te libras de la agobiante escafandra, estás más muerto que vivo.
Mientras te recuperas, tumbado boca arriba y respirando aire fresco, el recuerdo de esas horas interminables que has pasado allí abajo se convierte, a su vez, en un confuso sueño.
La irrealidad es ahora el tiempo que pasaste en el fondo del océano y la realidad la cubierta del barco y la seguridad que te proporcionan los que te rodean.
La acción de recordar ha experimentado una inversión.
Algo parecido sucede con el alma. Esta entra en el mundo de los vivos con demasiada frecuencia, con demasiada confianza y en cambio, retoma a su estado original, tras la muerte, con muy poca confianza, habiendo olvidado que esos mundos separados coexisten y que el uno es tan real como el otro.
– Edgar Cayce (sobre la Reencarnación, casos reales plenamente documentados de re-nacimientos que te ayudarán a alcanzar todo potencial de tu yo interior)